jueves, 5 de mayo de 2011

La Gran Mascarada

Érase una vez un reino en el que cada día, de la mañana a la noche, se celebraba un continuo baile de máscaras. Cada habitante de este reino tenía su colección, con una o más máscaras dispuestas para bailar día y noche, y cada uno se tomaba este continuo baile a su manera.

Había algunos que elegían una máscara que los cubriera completamente, para que fuera impensable que alguien pueda tener un pequeño atisbo de lo que se escondía detrás y otros que preferían apenas un antifaz para que sus ojos, espejo de los más profundo de su alma, estuvieran a salvo. Había quien gustaba exhibir máscaras de colores vivos y llamativos para que todos se fijaran en ellas y también algunos que la decoraban de manera muy parecida a otros para pasar desapercibidos. Por último había quien, a falta de una sola máscara, prefería tener una para cada ocasión.

También existían diferencias en el cuidado que cada uno daba a sus máscaras y la manera en las que las conseguían. Algunos preferían comprarla ya hecha, entre un extenso catálogo y siguiendo las últimas tendencias de moda y otros, por el contrario, preferían tallarlas a mano, e irlas modificando poco a poco con el paso del tiempo para que nunca quedaran obsoletas y poder darles una imagen muy personal, que dejara a todos boquiabiertos. Había máscaras que sus dueños conservaban intactas a lo largo de los años y otra que, inevitablemente, con el paso del tiempo, iban agrietándose, incluso hasta el punto de dejar entrever la piel desnuda que se escondía debajo, y perdiendo brillo y color.

Uno de los habitantes de este reino tenía una formidable colección de máscaras, y cuidaba a conciencia cada una de ellas para que siempre estuvieran perfectas. Las tallaba a medida, a la suya y a la que exigía el protocolo, y procuraba asemejarlas los más posible al rostro de un ser humano, sin nada de extravagancias.

Un día llegó al baile, y muy orgulloso de su obra afirmó que era la persona más valiente de aquel reino, ya que era capaz de presentarse ante aquella multitud sin máscara, puesto que no tenía miedo de ser herido. La gente lo observó detenidamente y siendo su obra  tan perfecta algunos lo creyeron, y otros prefirieron no acercarse por desconfianza. El orgullo le hizo sentirse grande y libre, así que fue muy feliz por un tiempo.

Un buen día, la confianza de este hombre se convirtió en descuido y su máscara empezó a deteriorarse, resultando evidente que nunca había asistido al baile con la cara desnuda. Algunos siguieron bailando a su alrededor, pues nunca les había importado que aquello fuera un máscara; y en el fondo, siempre lo habían sabido. Pero muchos otros se sintieron engañados y le pidieron explicaciones; a lo que él, convencido aún de estar totalmente oculto y a salvo, respondía continuamente que él seguía sin llevar máscara, y que aquello no eran más que habladurías para desacreditarle.

Pasaron los meses y sus compañías seguían siendo las mismas, pues poca gente quería acercarse a él y al final, un día, llorando en casa, cansado de sentirse solo, aquel hombre tomó una decisión que, por estúpida, le pareció que podía ser correcta. Cogió todas sus máscaras, hizo una gran hoguera, y quemó aquella colección que tanto trabajo le había costado conseguir, ya que, total, no le hacían ningún bien. Cogió un pequeño antifaz y partió hacia el baile de máscaras. No sabía lo que allí le esperaba, pero eso le hacía sentirse vivo de nuevo, lleno de energía y de ganas de enfrentarse a lo impredecible, como antes de haber afirmado nunca ser un valiente.

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